Pero ese día, sin cápsulas, pudimos hablar. Hablar como sólo con él se puede.
Me di cuenta de que la vida había ido dejando huellas en nuestros rostros. Y no sólo en la piel: también en nuestras voces, incluso en las ideas que transmitían —o al menos lo intentaban.
A veces las conversaciones hay que empezarlas en silencio, sin prisas. Eso me lo enseñó un sevillano buscavidas: “¡Quillo, quillo! Respira. Luego hablamos. Pero ahora respira”. Sin saberlo, me catapultó desde la Costa Dorada hasta las montañas de Montserrat, donde el padre Basíli —eremita de la montaña— ponía una única condición para hablar con cualquiera: un minuto de silencio.
Hoy no sabría qué elegir, si las vistas de Montserrat o las orillas del Mediterráneo. Lo que sí tengo claro es que quiero muchos minutos de silencio con quienes amo. Para después, hablar sin condiciones. Comunicar.
De aquel encuentro con Manu me llevé la importancia de llenar un segundo. Me habló de los hercios, de su relación con la electrónica y con la música.
Me dijo que lo peligroso era dejar huecos los hercios, porque son fértiles.
Que con el tiempo la inspiración sigue viniendo, pero ya no la recibimos igual.
Y que llega un momento en que, habiendo hercios, ya no hay Herz —corazón, en alemán. Sólo cascarones secos.
Gracias por inspirarme a escribir, hermana.