Con el paso de los años descubrí que a medida que me hacía mayor ya no bastaba con una mesa plegable y unas mantas. Es duro sentir que a medida que uno crece se olvida de la sencillez de la vida, y necesita cada vez más y más raros elementos para construirse sus refugios. Y aún así, jamás llegué a tener aquella sensación de seguridad , pues los refugios materiales no me hacían estar exento, de que sobre mi cabeza, la vida blandiera la espada de Damocles.
Y es que a veces uno ha de verse desnudo, con hambre, herido y repudiado para aprender a echar un capote a otros, a compartir un mendrugo de pan, a desinfectar una herida y a aceptar al que no es como él.
No importa nada de lo vivido sino te lleva a querer vivir a cada instante como si del último se tratara, a dar un paso tras otro a pesar de las imperfecciones, a decir No cuando lo conveniente sería decir Si a pies juntillas, a llorar sin dejar de saborear las lagrimas y a sonreír cuando toda tu situación parece apuntar a la nada.
Y es en ese momento, cuando lo bueno y lo malo se dan la mano, cuando la duda y la certeza bailan un vals o cuando la vida agradece a la muerte el que de su oscuridad nazca el color que llena el lienzo de la existencia, es... en ese preciso instante, cuando para mi y recalco, para mi, la experiencia de la vida abre sus alas y el manto de mis vivencias cubre mis manos mientras escribo, regalándome ese rincón apartado, seguro y perfecto donde jugar a aprender a ser mejor persona y a compartir lo que siento con los que aprecio y respeto.
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